Me gusta ver atardecer. Intento no perdérmelo ningún día. Es una cita conmigo misma y con el ahora. Me gusta esperar justo ese instante en el que el sol nos da su cálido adiós, exhausto pero satisfecho, y da paso a la luna, enérgica, con energías renovadas y dispuesta a iluminar nuestras noches. Y en ese paso de testigo, el cielo nos regala una feria de colores, amarillos, rojos, naranjas, grises… y las nubes pierden su timidez y se muestran ardientes y confiadas.
Para mí es un momento importante del día. Ese momento en el que conecto conmigo misma y reflexiono sobre mi día. La vida nos regala un día más, otra oportunidad para disfrutar de la felicidad. ¿He sabido aprovecharlo? Hay días que pienso que me he dejado llevar por el día, como si fuera un palito en un riachuelo, arrastrada por la corriente. Sin embargo hay otros días que, al igual que el sol, me siento satisfecha, satisfecha de los besos y abrazos que he dado, de las sonrisas que he dibujado en mi cara y en la de los demás, de los instantes que he saboreado, de la felicidad que me he encontrado en cada detalle, o de la felicidad que he creado yo.
Por otro lado reflexiono sobre nuestra existencia.El atardecer me conecta con la tierra, me recuerda cuán pequeña soy, y qué grande en realidad. El tiempo se consume, día a día. El sol seguirá regalando atardeceres cuando yo ya no esté. No lo pienso con pena, sino justo lo contrario. Creo que es bueno recordar esto todos los días. Tener ésto en mente me ayuda a disfrutar de estos pequeños instantes; enfocar mis días, horas, minutos y segundos en lo que de verdad me importa.
Me gusta ver atardecer. Captar la esencia de ese momento, único e irrepetible. Porque la felicidad está en los pequeños momentos.